Por Rubén Darío Buitrón
Ya es un hecho y no un asunto aislado: el presidente de la República ha decidido nombrar (ya vamos a hablar de los sinónimos de este verbo) a representantes de los medios de comunicación como embajadores en países importantes.
Al gerente de una estación nacional de televisión lo nombró embajador en Londres, capital del Reino Unido. Al hijo de un influyente entrevistador de radio le dio el cargo de embajador en la Unesco, con sede en París. A la esposa del gerente de un importante periódico guayaquileño le nombró embajadora en El Vaticano.
¿Cómo llamar a esa actitud presidencial? ¿Qué conocimiento diplomático y qué carrera internacional tienen esas personas como para que sean premiadas con cargos tan representativos en el exterior?
Puede entenderse que nombre a políticos, que tampoco tengan carrera diplomática, como embajadores, como lo hizo, por ejemplo, con un antiguo alto dirigente socialcristiano, a quien lo envió a Qatar después de que desatinadas declaraciones públicas comprometiera al gobierno con el régimen español, al cual, en principio, estaba destinado.
En el caso de los políticos, un gobierno necesita cumplir el dar y recibir como parte del juego democrático. Tú me das los votos a favor en la Asamblea Nacional y yo te doy cargos públicos importantes.
O también puede entenderse, aunque no del todo, que el presidente de la República (como ocurrió con el embajador en España durante cuatro años durante el período de Lenín Moreno) nombre por simpatía o amistad al padre de uno de sus principales funcionarios de cabecera.
Ese mismo presidente hizo flores con los consulados. Una periodista del diario El Comercio, por ejemplo, fue cónsul del Ecuador en Chicago durante los cuatro años y muchos de los cargos que había otorgado el antecesor de Moreno quedaron intactos porque eran compromisos que habían adquirido el exmandatario y el mandatario vigente cuando eran “compañeros de lucha” y se comprometieron con mucha gente a recompensar sus lealtades.
Conozco a varios militantes que fungen de analistas y militantes del correísmo que fueron enviados a distintos países como cónsules, “sin saber leer ni escribir”, como diría mi abuelita.
Si alguien me dijera que esta columna que estoy escribiendo no tiene sentido “porque todos los gobiernos lo han hecho” tendría que responderle que sí, que durante los diez años de la “revolución ciudadana” se nombró a dedo no solo a embajadores, cónsules, secretarios de las representaciones diplomáticas del Ecuador en el mundo a los más leales y obsecuentes servidores del régimen, sino, incluso, a los cancilleres.
Pero, ¿no se suponía que el grupo que llegó al poder en 2008 sería diferente, distinto, transformador de las viejas tradiciones y de las antiguas prácticas que tanto mal hicieron (y siguen haciendo) al país? Se suponía, porque lo hicieron igual que los otros, y hasta peor.
En ese cargo de ministro de Relaciones Exteriores se puso a un economista, a un periodista, a una poeta y a otros especímenes que nada conocían de ese tipo de función, una función estratégica para cualquier país porque son quienes articulan (o desarticulan) las relaciones políticas, económicas, comerciales y de cooperación con los demás gobiernos del planeta.
Volvamos al caso del actual mandatario. De él, aunque no se esperaba demasiado conociendo sus conductas y su ideología, pero tampoco se creía que sería tan obvio, tan evidente, con nombramientos diplomáticos que muestran con claridad meridiana no solamente las amistades que unen al jefe de Estado con los dueños de los medios tradicionales, sino el pago de favores que esos medios hicieron al actual presidente cuando estuvo en campaña y durante estos primeros seis meses de gobierno.
Insisto: a muchos lectores les puede parecer anodino este tema, pero no es menor. Es una caricatura de que, digan lo que digan en sus portadas, en sus lemas y en sus discursos, los grandes medios no son independientes, ni objetivos, ni veraces ni imparciales.
El analista estadounidense Roger Silverstone dice que este tipo de conductas entre los gobiernos y la gran prensa son parte de una cadena de favores que se hacen entre unos y otros, favores que cuando alguien los señala o apunta son ignorados de forma tajante, como si la crítica no fuera necesaria en una democracia.
Dice Silverstone: “Todo este tipo de situaciones anómalas es objeto de una crítica constante a los medios, crítica que no solo proviene de los intelectuales o los columnistas sino también de muchas personas comunes, muchos ciudadanos que se decepcionan profundamente y a quienes la gran prensa dominante pasa por alto de manera sistemática”.
Porque la ecuación es más sencilla de lo que parece: esos dueños de los medios que han sido premiados con altos cargos representativos del país en el mundo, ¿qué van a hacer cuando sea necesario debatir, reflexionar o criticar una u otra decisión que tome el gobierno y afecte a la mayoría de ciudadanos?
¿Se pronunciarán? ¿Lo comentarán? ¿Serán lo suficientemente severos y duros si la situación lo ameritara? Claro que no. ¿Con qué actitud moral y ética podrían hacerlo, si su gente es parte del régimen al que deberían llamar la atención por sus políticas económicas, sociales o populares?
“Los ciudadanos no podemos- dice Silverstone- contemplar esa mutua dependencia con ingenuidad. Lo que debería seguir es un intento de elaborar, o de comenzar a elaborar, un proyecto doblemente ético para los medios, que indague el papel que desempeñan en el espacio cívico global y analice la responsabilidad que les cabe respecto de él, eso que yo llamo los espacios de aparición que también exige algo -en realidad, mucho- de nuestra parte”.
Los reporteros de esos medios tendrán que acudir a las coberturas de noticias o de hechos relacionados con Carondelet o con funcionarios del alto poder político por mandato de sus superiores que, como no se atreven a acudir ellos, presionarán a sus periodistas “para engordar esos asuntos, pero sin apenas profundizar los temas. Con frecuencia, esta actitud mediática que se suele llamar ´engordar o hinchar al perro’ lleva a rellenar espacios y páginas con el consiguiente peligro de no decir nada nuevo o de aportar puras inexactitudes y especulaciones que favorezcan al gobierno”, según anota el periodista español Ramón Reig en su libro “Los dueños del periodismo”.
Reig puntualiza que ese tipo de conductas entre los dueños de los medios y los gobiernos no pasan por alto frente a la mirada de los ciudadanos: “Si los grandes medios se dejan instrumentalizar por el aparato propagandístico y pierden credibilidad y abandonan su calidad, la reacción de las audiencias es empezar a creer en internet, en los portales informativos que hacen un periodismo mucho menos impuro, porque ellos ofrecen otro tipo de información o, si se quiere, la información más cercana a la verdad de los hechos”.
El público, la sociedad, ya no dejan pasar por alto estas actitudes. Si en el surgimiento del correísmo en el Ecuador se criticaba, entre otras cosas, que la gran prensa era la que ponía ministros, embajadores y cancilleres, en su ejercicio del poder hizo exactamente lo mismo que criticaba, solo que con otros nombres.
¿Qué nos queda? No podemos impedir que todos los gobiernos hagan lo que deseen con los nombramientos diplomáticos relacionados con los medios de comunicación más poderosos. Pero sí podemos, y esta es una actitud creciente del ciudadano común, empezar a acercarnos más a la prensa alternativa, a la que está en internet, a la que se desloma por hacer un periodismo acorde con las necesidades del público, producir más periodismo de investigación, realizar artículos de profundidad, generar un periodismo de orientación y profundización.
Mientras los directores de los grandes medios son comensales en Carondelet y ubican a sus piezas en puestos clave de la diplomacia, hay otro periodismo, en verdad alternativo, equilibrado y justo, que cada vez va creciendo en la confianza de los ciudadanos: los portales informativos en periodismo digital.