EL PRESIDENTE COME POLLO FRITO

Por Rubén Darío Buitrón

El presidente Guillermo Lasso quiere ser popular. Quiere parecer popular. Quiere aparecer como popular. Una de las tres opciones. O todas al mismo tiempo.

Debe ser uno de los temas que rompen la cabeza a él y a su círculo íntimo, un círculo incapaz de darle respuesta a esa urgencia que el mandatario tiene frente a su estrepitosa caída en popularidad y credibilidad.

Y ya que él y sus asesores deambulan por los pasillos del edificio de la Plataforma Financiera, en el norte de Quito, alguien le dice (o se le ocurre a él mismo) que sería muy buena idea quedarse en el comedor de la plataforma, donde almuerzan empleados y ciudadanos que van al lugar en busca de atención a alguna necesidad burocrática, debería pensar que lo peor es hacer el ridículo.

Porque, además, es una idea que no es original. En la segunda campaña electoral del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, se vio, entre las exitosas piezas publicitarias de campaña, al mandatario estadounidense hacer fila para comprar pollo frito en la matriz norteamericana de la misma firma alimenticia a la que acudió Lasso. ¿Para qué repetirlo y sin que medie una estrategia de popularidad?

Está claro que en el trasfondo de la decisión de sentarse en una de las incómodas sillas alrededor de una mesa atornillada al piso flota la desesperada búsqueda de simpatizar o empatizar con la gente común, aquella gente cada vez más pesimista que percibe al Ecuador como un país cuyas bases y cimientos democráticos y constitucionales se van trizando, un país con un gobierno (otro más) que no le da respuestas a sus necesidades de empleo adecuado, de seguridad en las calles, de salud pública, de educación de calidad, de leyes que no privilegien las creencias particulares del mandatario sino los intereses y las demandas de la mayoría.

¿Es suficiente que el mandatario, vestido con un jean desgastado, un suéter y una camisa que le hacen parecer un ciudadano común haga fila (él, personalmente) para pagar cuatro órdenes de pollo frito brosterizado y comérselo con la gente que lo acompaña?

¿Realmente es esa su cotidianidad? ¿Él es activo y complaciente con sus invitados y con las personas que suele comer en Carondelet? ¿Es así de sencillo y espontáneo? ¿Cómo actúa en la intimidad de su círculo? ¿Cómo es cuando se pone en actitud de jefe? ¿Cómo trata a sus subalternos? ¿Qué es verdad y qué es mentira?

Para responder algunas de estas preguntas es bueno recordar la terrible mentira que cometió cuando vetó el proyecto de ley para favorecer a las niñas y adolescentes embarazadas por violación. Grave falla: lo que dijo en campaña no cumplió en el ejercicio de sus funciones.

En cuanto a los gestos y acciones que podría tomar para recuperar la fe ciudadana, no hay que ser un erudito en imagen política y asesoría comunicacional. Es cuestión de sentido común.

¿No habría sido más significativo que el domingo 27, a primera hora de la mañana, tomara el avión presidencial y aterrizara en Esmeraldas para visitar a los afectados y asustados pobladores que la noche del sábado 26 sufrieron un fuerte temblor, con sus peligrosas réplicas?

¿No habría sido más significativo que en lugar de hablar de los favores solicitados por dirigentes políticos y asambleístas a cambio de votar por la frustrada Ley de Inversiones, el presidente de la República, desde la majestad de su cargo, acudiera personalmente a la Fiscalía General de la Nación para presentar una demanda contra los presuntos chantajistas, es decir contra el excandidato presidencial de Izquierda Democrática y los asambleístas de Pachakútik?

Cosas como estas, que se relacionan íntimamente con el mandato entregado por los ciudadanos en las urnas, son las que tienden puentes con los ciudadanos, logran que la gente perciba que el país está dirigido por alguien que sabe lo que hace y que, en realidad y no solo en el discurso, está jugándose la vida por el país.

Así se consigue credibilidad. Así se consigue popularidad. Así se consigue, sobre todo, verosimilitud, confianza, liderazgo.

El quid de comunicar desde el poder está en no hacer lo que, a todas luces, resulta impostado, y hacer lo que, bajo esas mismas luces, resulta pertinente.

¿No se dan cuenta el secretario de la Segcom, los asesores y los voceros de esa pequeña pero enorme diferencia entre lo que se aparenta, se finge y se miente y lo que es coherente, natural, veraz y espontáneo?

En el régimen de Lasso existe un grave problema de comunicación, visible para muchos, pero no para quienes manejan su imagen personal y gubernamental.

La publicidad que ahora pauta en los medios de comunicación (estrategia tan criticada cuando lo hacían mandatarios anteriores) no le ha dado resultado en función de conseguir un periodismo adepto a su gestión, pues, aparte de ideas confusas, es de una pobreza estética, discursiva y de contenidos que conmueve por falta de ideas frescas, distintas y, sobre todo, auténticas.

Preferible fue aquel polémico tik tok electorero de las zapatillas rojas que, aunque forzado, resultó novedoso.

Eso hubiera sido mejor que, sin ninguna imaginación creativa ni política, mostrar lo que todos los gobiernos han hecho, como un lugar común: personas que expresan la diversidad étnica y regional, a las que, como siempre, se les persuade u obliga (o, quizás, se paga) para que digan frente a la cámara “gracias, presidente”, como si quien toma las decisiones de Estado hiciera un favor personal y como si los beneficios para la gente no fueran parte de sus deberes y compromisos en el ejercicio del poder.

Lo de la presencia luego del sismo en Esmeraldas es solo un ejemplo de lo que podría hacer un mandatario cercano a la gente.

Podría aparecer de sorpresa en los hospitales públicos y averiguar por qué no hay ni siquiera medicamentos para bajar la fiebre, peor otros fármacos más complicados o tratamientos complejos que implican gastos suntuosos a personas pobres. ¿No dice que el gobierno ha invertido en medicinas? Pues vaya y compruebe si están o no. Dese una vuelta por los exteriores de los hospitales e investigue por qué la cantidad de farmacias que existen y que, milagrosamente, sí tienen todas esas medicinas.

Podría ir al sector donde se colocó el radar para detectar vuelos narcos y preguntar por qué nunca más volvió a funcionar.

Podría preguntar a la Policía Nacional que pasó con los nueve millones de dólares que el gobierno dio para combatir la violencia delincuencial y el sicariato.

Podría ir a una escuela pública y preguntar a los niños si han desayunado y si tienen los materiales didácticos necesarios para una educación por lo menos digna.

Podría no depender de lo que dicen sus asesores ad honorem de la fenecida Democracia Popular, partido que hizo uno de los peores gobiernos de la historia contemporánea y por eso terminó en soletas.

Podría rodearse de asesores frescos y visionarios, sinceros y francos, que le digan lo que está haciendo mal el gobierno y no sean unos simples “yes, sir”.

O, ya que la dictadura parlamentaria (PSC, UNES y Pachakútik) no le deja gobernar, podría optar por el fantasma más temido: el de la muerte cruzada.

Pero para cualquiera de las posibilidades, desde las más simples a las más arriesgadas, necesita pueblo, ciudadanos, gente que crea y confíe en él.

Y para conseguir eso, señores de Carondelet, no hay otra forma de hacerlo que comunicar bien.

¿Recuerdan a Churchill cómo convenció a los británicos de que podían ganar la guerra mundial a pesar de todas las limitaciones logísticas, económicas y bélicas que tenía su país? Con comunicación asertiva, firme, clara, novedosa. Convenciendo a la gente que creyeran en él, que lo estaba haciendo bien.

Sangre, sudor y lágrimas, dijo Churchill. Y en 1945, al final de la conflagración, quedó en la historia, para siempre, como uno de los líderes mundiales que nos libraron de un monstruo como Adolfo Hitler.

Y para eso Churchill no tuvo que hacer el show del pollo frito en la Plataforma Financiera.