(Por. EL MUNDO).- La triste historia de Dominic Ogwen es la que mejor ilustra el uso de niños por parte del grupo apocalíptico ugandés Ejército de Resistencia del Señor (LRA). Cuando era niño, fue secuestrado en su aldea por la milicia del hechicero Joseph Kony.
Después de un lavado de cerebro a base de una combinación de atrocidades y de propaganda, Ogwen fue escalando en el escalafón hasta convertirse en uno de sus comandantes. Hoy se sienta en el banquillo del Tribunal Penal Internacional (TPI) por hacerle a otros niños lo que Kony le hizo a él.
El LRA, que pretendía la creación de una república basada en los 10 mandamientos, lleva desde los años 90 secuestrando niños como Dominic Ogwen, primero para intentar derribar el Gobierno de Uganda, objetivo del que desistieron en 2006, y luego simplemente para sobrevivir como milicia en la triple frontera entre Congo, Sudán del Sur y República Centroafricana.
Es en este último país, por culpa de la guerra civil, donde se han hecho fuertes a pesar de su dispersión en varios grupos escondidos en la selva. Allí siguen poniendo en práctica sus mutilaciones de labios y miembros, su canibalismo entre miembros como método de tortura y el casamiento forzado de las niñas secuestradas con los jefes del grupo.
Se cree que Kony tiene más de 70 hijos de unas 20 esposas. La mayoría de ellas han conseguido huir a lo largo de estos 20 años. Durante este tiempo, miles de niños tuvieron que dormir en misiones cristianas para evitar su secuestro a manos de esta milicia apocalíptica.
Estas últimas semanas han aterrorizado la zona de Bría, casi el centro geográfico de África y uno de los lugares más aislados y empobrecidos del mundo, aunque de sus minas se extraigan los diamantes más grandes del mundo.
Casi a diario secuestran niños y niñas, hacen una cordada con ellos y les obligan a llevar todas las provisiones hacia sus campamentos. «Siete menores siguen desaparecidos», dice Eloi Ganda, el jefe de la aldea de Haza, una de las atacadas. «Se llevaron todo lo que teníamos. La comida, las puertas de las casas, hasta la ropa de los bebés».
«Mi padre preparaba el desayuno cuando llegaron. Nos dijo a los niños que nos escondiéramos. Me puse a correr llevando a mi bebé de dos años. Como me caí consiguieron cogerme y me llevaron a su campamento», dice Armée Ndoko, una niña de Haza.
«Allí me amenazaron con un cuchillo pero uno de ellos vio que tenía un niño y por eso me dejaron marchar. Prefieren casarse con varias chicas de nuestra edad porque las mujeres mayores de esta zona suelen estar infectadas de VIH».
La sensación de impunidad de esta milicia es total. El Gobierno de Bangui, en reconstrucción, no puede controlar ni la capital. La Minusca, misión de estabilización de Naciones Unidas, no tiene mandato para proteger a las víctimas del LRA.
Tan sólo tienen al ejército ugandés, que tiene derecho a entrar en República Centroafricana para buscar al criminal de guerra Joseph Kony, en busca y captura por el TPI. Hasta ahora ha cazado a algunos comandantes, como el propio Ogwen, y ha matado a otros, como Odiambo, un torturador y un carnicero.
Pero Kony, al que los habitantes de esta zona le atribuyen poderes mágicos, sigue siempre un paso por delante de todas las patrullas que le buscan, a pesar de la ayuda de 100 militares estadounidenses desplegados en la zona para «capturarle vivo o muerto».
Mientras tanto, en la selvática geografía que se extiende desde Garamba (Congo) hasta Darfur (Sudán), el LRA o lo que queda de él sigue alimentando sus filas de niños y niñas. «Eran 17», cuenta Bonneannée, un chico de Haza. «Todos visten uniforme y botas. Llevan buenas armas. Nosotros sólo podemos escapar».
Toda la población de Haza y las aldeas cercanas vive ahora en Bría, donde la ONG Oxfam les ha habilitado un campo de desplazados con tiendas y letrinas. No quieren volver. No hasta que alguien cace a Kony y acabe con su reinado del terror itinerante.