POR DANIELA IDROVO.
Los Cronistas
Hoy es el bautizo de cuatro de los cinco hijos de Charito, quien va de un lado para el otro porque no quiere que nada se le olvide.
Ellos son los únicos niños que, desde hace un par de años, viven en La Ciénega.
Charito se llama, en realidad, Rosario Salguero: 31 años, estatura media-baja, cabello negro con remanentes de tinte rojo, piel bronceada y sonrisa sincera.
Ha puesto a trabajar a toda la familia: tíos, tías, primas (que vinieron de Guayaquil) y abuelos cargan las cosas hasta la camioneta de Iván, su esposo, quien les hace apurar porque ya va a ser mediodía y él aún no se ha bañado ni afeitado.
La casa está en la entrada del pueblo, justo en la parte izquierda de un letrero que reza: Comuna La Ciénega.
Para llegar se debe cruzar un pequeño puente peatonal de madera, recién improvisado. Las lluvias de este invierno han caído con toda la fuerza y se llevaron el puente anterior.
La casa es pequeña: una sola planta, techo de zinc de color blanco. En algunas partes se ve el bloque crudo.
Afuera hay una lavadora sin tapa enjuagando la ropa, una tina grande en la que comen -sin disputas- perros, chivos y cerdos.
El patio es grande, indefinido, sin rejas o puertas que indiquen hasta donde llega. Está rodeado de árboles que cargan buitres en sus ramas.
La Ciénega es una de las 68 comunas que pertenecen a Santa Elena, una provincia cuyo territorio es 95% comunal, dice Joel Kouperman, geógrafo cuencano que trabaja en la oficina de ordenamiento territorial de la prefectura de Santa Elena. Es un joven alto, delgado y demasiado blanco como para creer que vive en la costa ya seis años.
En los datos que él maneja y que pertenecen al censo del 2010, no consta el número exacto de habitantes que tiene la comuna, pero cree que hay, más o menos, una población permanente de 20 personas, “todos viejitos”.
Dice que es muy difícil que la gente vuelva, que como van las cosas el pueblo podría desaparecer y cuenta que uno de los mayores problemas es la falta de agua.
Joel cuenta que La Ciénega tiene 7.400 hectáreas y que está regido por la Ley Orgánica de Tierras Rurales y Territorios Ancestrales, según la cual todos los socios comuneros por derecho tienen posesión de una parte del territorio.
Quizá por eso, en todo el camino hacia al pueblo, hay letreros clavados en los árboles que dicen “propiedad privada de Rosario Avelino” o cualquier otro nombre.
En la década de los 70, una fuerte sequía y la falta de campos laborales cambiaron el futuro de La Ciénega y los jóvenes migraron a otras ciudades, principalmente Guayaquil.
Quienes se quedaron tenían como principal actividad económica la venta del carbón, pero poco a poco se agotó la madera gruesa y quedaron solo troncos muy delgados que ya no rendían.
En la Serie Cultura Comunal, Agua y Biodiversidad en la Costa del Ecuador del 2005, editada por Silvia Álvarez, se lee una etnografía sobre La Ciénega: la mayor parte de la gente que emigró a Guayaquil se asentó en el mismo sector del suburbio, exactamente “en la 22 y la U” viven 80 personas de la comuna, hay mucha más gente en las calles de la manzana y el resto está disperso por la ciudad”.
En el centro del pueblo hay una cancha con agua empozada hasta la mitad, un graderío de cuatro escalones que alguna vez fue celeste, 15 casas alrededor, de tablones de madera, con una planta alta levantada por pilares que deja un espacio en la parte inferior.
Algunas tienen bloques. Afuera de una de las casas han dejado un viejo auto rojo que va enterrándose poco a poco entre los matorrales empecinados en crecer. Frente a la cancha había una escuela: ya no existe.
Ahora es una casa comunal y allí va a ser la fiesta de bautizo.
Hay otras viviendas desparramadas en las partes montañosas del lugar, la mayoría abandonadas. Al fondo y arriba está el cementerio invadido de maleza que llega hasta la cintura. Desde aquí se ve todo el pueblo. El cementerio tiene mayor población que la comuna.
La casa que comparten todos no es de madera, es de cemento y por fuera está pintada de blanco. Tiene un salón grande y una especie de cocina pequeña en otro cuarto. El piso es de cerámica blanca.
En la entrada, uno de los abuelos prepara el chancho y se enfurece cada vez que un niño deja las huellas con los zapatos enlodados.
Tías y primas venidas desde Guayaquil están ocupadas: unas cortan la torta en pedazos para ponerla en las cajas de colores azul y rosa con el rostro de un bebé de ojos celestes y la leyenda “en mi bautizo”. Otras llenan de caramelos, galletas y dulces de leche pequeñas cajas cuadradas de plástico, que son los recuerdos para los invitados. Para los cuatro padrinos hay cajas especiales.
Iván y Rosario vivían en Guayaquil hasta hace tres años, pero regresaron a La Ciénega no solo porque los padres de Iván viven aquí, sino porque él consiguió trabajo como guardia en Petroecuador, en el oleoducto que pasa cerca del pueblo y gracias al cual existe la carretera, la única obra que ha hecho el Estado allí.
Al principio fue difícil, sobre todo para la hija mayor, Narciza. Ella tiene 13 años, está a las puertas de la adolescencia y no hay más gente de su edad. “El papá le puso internet, un plan en el celular y con eso pasa”- dice Rosario-: “también tienen Directv”.
Los otros niños son Yulisa, de once años; Melissa, de ocho; Adriana, de seis, y Esteban, de tres años, que viajó ayer a Guayaquil porque su padrino lo mandó a llamar para entregarle la ropa que usará en el bautizo.
Los varones están ocupados bajando 40 jabas de cerveza que no llegan en un solo viaje. Las colocarán con hielo en tanques grandes de plástico azul.
El hielo lo traen en pedazos gigantes envueltos en aserrín rojo, dentro de saquillos, para que no se deshaga. El día anterior pasaron toda la tarde colocando una lona plástica con postes de caña afuera de la casa comunal para ampliar el espacio y como precaución en caso de lluvia.
La novedad es que van a traer un DJ.
El bautizo será a las seis de la tarde en Progreso, el pueblo más cercano, pues en La Ciénega no hay iglesias ni curas, aunque sí hay paz.
Bolívar tiene unos 80 años. Vive en la única casa que tiene color: es rosa pastel. En la parte de abajo se han dispuesto hamacas y hay un pequeño cuarto con una refrigeradora y un frigorífico rectangular de color blanco.
Su esposa, Herminia Avelino, vive en Guayaquil desde hace 11 años. Se fue para que sus hijos pudieran estudiar y se quedó allá porque ahora cuida a sus nietos.
Herminia viene los fines de semana a ver a su esposo. “Él no aguanta Guayaquil, pasa un día o dos y regresa. Le molesta la bulla que hacen los nietos”, dice mientras prepara las ollas para cocinar.
El almuerzo será caldo de gallina criolla y arroz con pescado “carita”, frito. Hoy tiene más comensales: ha venido Santiago -el visitante permanente del pueblo- con un amigo.
Santiago Arcos http://www.santiagoarcos.com/la-cienega-test es un joven fotógrafo que hace seis años descubrió o, más bien, redescubrió La Ciénega. Desde entonces no ha parado de venir, por lo menos una vez al año. A veces se queda una semana o dos.
Cuando tenía 19 años, estudiante aún, escuchó en la radio sobre “un pueblo sin niños”, trató de encontrar el lugar, pero no halló nada de información hasta que un día su jefe le mostró un viejo periódico con un reportaje que hablaba de La Ciénega.
Fue difícil encontrar el pueblo. Estaba a punto de rendirse cuando vio al viejo Bolívar asomarse por la ventana. Se hicieron amigos y por eso cada vez que viene se queda en su casa y le paga por el hospedaje y la comida.
Santiago no lo menciona, pero una señora del pueblo cuenta que hace un tiempo él regaló colchones “de los buenos” a todos los pobladores.
Cada vez que viene toma fotos. Esta vez llegó con Javier Carrera, un amigo periodista. Ambos ganaron los fondos concursables del Ministerio de Cultura con un proyecto de creación artística que van a realizar en La Ciénega.
Se trata de un retrato colectivo del pueblo formado por las experiencias, leyendas y recuerdos de los habitantes, que será materializado en cuentos cortos. Javier hará los textos y Santiago, claro, la fotografía.
Ellos también irán al bautizo, así como todo el pueblo que, según Rosario, “son ocho familias no más”, contando con la suya. Aún faltan por llegar muchos de Guayaquil, no saben exactamente cuántos vendrán, pero, por las dudas, Charito permite abrir más fundas de caramelos para poner sobre la mesa.
Lucas Avelino, bisabuelo de los bautizados, vive con su esposa en la casa contigua a la de Bolívar. Tiene 96 años, “pisando los 97”, ríe. Lúcido y robusto, tiene brazos y manos largas que casi le llegan hasta las rodillas.
Su voz es gruesa y fuerte, ronca, y es difícil entender lo que dice. Una de sus hijas -son 11 en total- viene cada 15 días a cocinar. Tiene chivitos que cría para comer, recibe $ 50 dólares mensuales del bono del Estado https://es.wikipedia.org/wiki/Bono_de_desarrollo_humano y también ayuda económica de sus hijos.
Una casa más allá vive una pareja: Arcadio Avelino y Rosaura Mateo. Les quedan pocos dientes, sus cabelleras son blancas y las arrugas cruzan por toda la piel. A su alrededor deambulan algunos perros flacos y chivos.
Cuando necesitan salir de la comuna llaman a un carro que los venga a llevar, aunque la mayoría de los habitantes saben que Iván sale a las seis de la mañana a dejar a los hijos a la escuela en Progreso y que regresa a mediodía. Entonces aprovechan para ir con él o pedir que les traiga algo.
En verano el agua llega gracias a un tanquero que viene desde Santa Elena cada 15 días, pero en invierno la lluvia es la que provee el líquido. “La recogemos del zinc del techo, como es limpio, el agua de Dios es dulcita”, dice Herminia y agrega que antes tomaban el agua de una poza que está en el camino, pero ahí “se meaban las vacas”.
La entrada a La Ciénega está en la vía a Santa Elena, a la altura de Progreso, del lado opuesto al mar.
Es un camino de tierra, rodeado de vegetación nativa como una selva infinita. A lo largo de la vía se ven grupos de mariposas con grandes alas amarillas y unas pocas verdes que revolotean cuando remotamente pasa un carro. También se observan vacas y pajaritos.
Al llegar da la impresión de que nadie vive ahí, hasta que empieza a asomarse por la ventana gente sonriente y saludadora.
Aquí la vida es sencilla y pasa tranquila. Eso sí: saben cómo hacer una fiesta. Cuando festejan, la farra dura por lo menos dos días.
Son las cuatro de la tarde y aún falta pelar una tina de papas y decorar.
Por eso a la iglesia solo irán Rosario, Iván, los padrinos y los bautizados.
Los demás se quedarán a cargo de los últimos detalles. La fiesta será larga porque también es carnaval.
Mientras tanto, allá, por la carretera principal, circularán unos 50 mil carros, pero todos pasarán de largo en dirección al mar.
En La Ciénega hoy es un día feliz. La lluvia no ha parado desde enero, el maíz recién sembrado está creciendo con buena salud, tiene hojas verdecitas y brillantes, han nacido 12 terneros y, sobre todo, hay niños otra vez.
Tomado de Los Cronistas, periodismo y literatura