(EL PAIS).- Para Iñárritu el tiempo corre hacia atrás. Desde que cumplió 50 años vive atrapado en el irremediable reloj de la madurez. La certidumbre de que, haga lo que haga, la arena seguirá cayendo ha abierto, como él mismo reconoce, una nueva etapa en su obra. La primera entrega de este ciclo vital fue Birdman, y la más reciente, The Revenant.
El Oscar al mejor director ganado esta noche, sumado al del año anterior, confirma que este segundo tiempo ha superado el primero y va camino de la leyenda. La de un creador que ha hecho de la fugacidad del tiempo su obra. Pero también la de un mexicano que conquista Hollywood en los tiempos (malos) de Donald Trump.
Ya en 2015, al recibir la estatuilla el cineasta mexicano pidió un trato justo y digno para sus compatriotas, mil veces estigmatizados más allá del Río Bravo. Desde entonces, la bestia de la xenofobia no ha dejado de crecer en Estados Unidos.
Fenómenos como el candidato presidencial republicano Donald Trump han pisoteado el orgullo de su vecino del sur y bramado contra esos millones de mexicanos que sin papeles y huyendo del infierno de la pobreza buscan un futuro en el gran norte.
Iñárritu, profundamente mexicano y crítico con los desmanes de su tierra, no los olvidó. En el cénit de su gloria, aprovechó los altavoces de la ceremonia más seguida de planeta para recordar que no todos tienen la misma suerte y pedir el fin de los «prejuicios raciales» y los «pensamientos primarios”.
Una declaración que muestra a un cineasta que no olvida sus raíces y cuya personalidad se cimenta, mucho más que en el mercado o la conveniencia política, en una profunda capacidad autocrítica.
Poco importa que sus películas gusten o no a la crítica. Tampoco la saña de ciertos seguidores le hacen excesiva mella. En su proceso creativo, Inárritu lucha a diario con un adversario aún más duro: el juez que habita en su interior.
“Es un Torquemada”, explicaba Iñárritu a este periódico durante la preparación de The Revenant, “un tipo al que presentas cualquier caso y te mandará al fuego, un terrorista con el que no hay negociación posible; esa voz interna es la que me lleva a encontrar el concepto primordial de las historias”.
Esa tensión se transmite a los rodajes. Verle filmar, medir los ángulos, trazar el vuelo de la cámara junto a Emmanuel Luzbeki (Ciudad de México, de 1964) es asistir a un espectáculo torturado. A orillas del río Bow, en la gran planicie de Calgary (Canadá), durante la filmación de The Revenant, ambos formaban una pareja en constante ebullición.
Sin descanso, bajo temperaturas extremas, medían con precisión cada plano, lo discutían, lo reinventaban. Y volvían a empezar. El director, en uno de los descansos, lo explicaba: «Soy muy duro, muy militante, muy exigente. No exijo nada de lo que no doy. Para mí hacer una película es una guerra de tres años y, como un perro, no la suelto. Por eso me da miedo entrar en una película, porque voy a meterme en un proceso en el que me pierdo…”.